Recientemente, la editorial Devenir, dirigida por Juan Pastor, daba a luz el libro La ékfrasis en la poesía contemporánea española: De Ángel González a Encarnación Pisonero, cuyo autor es el doctor en literatura española de Temple University en Filadelfia, EE.UU., Luís F. García Martínez y que hace una inestimable aportación a un campo tan poco tratado en España, como es el de la relación entre la poesía y las artes plásticas.
Comienza él su estudio señalando la dificultad que entraña la diferencia fundamental que existe entre el discurso visual, donde el tiempo está detenido, y el verbal, que se sucede precisamente en el tiempo, y por ello se hace la pregunta ¿es posible relacionar artes de índole diferente? La solución a esta lógica duda se encuentra en aquello que las dos disciplinas tienen en común, la facultad para crear imágenes. Y la imagen, dice en La poética del espacio, Gaston Bachelard procede de una ontología directa, añadiendo que, merced a ella, se produce una concentración de todo el psiquismo; la imagen constituye un interregno entre la fuente de creación y el creador, por eso no son tan raros los casos de pintor escritor o viceversa, y mucho menos es raro que en muchos poetas, como los estudiados por L. F. García, aparezcan imágenes de fuerte impacto plástico.
También el creador del Imaginismo, Ezra Pound, en su libro El arte de la poesía, aclara qué cosa sea la imagen, al afirmar que una imagen presenta un complejo intelectual y emotivo en un instante temporal. Es ese instante o ese relámpago de sentido, lo que queda tras la lectura del poema ekfrástico y entonces, la imagen se congela en la atemporalidad. No obstante E. Pound puntualiza que hay tres clases de inspiración poética: la melopea, la logopea y la FANOPEA, siendo esta última la que permite la proyección de imágenes sobre la imaginación visual y pone como ejemplo los ideogramas chinos, pero es posible rastrear, como lo ha hecho nuestro ilustre ensayista, una larga tradición de poetas que se dejan impresionar por imágenes donde prima lo fanopeico sobre lo logoico o lo lírico. Me vienen a la memoria, como ejemplo, aquellos maravillosos versos de la Égloga primera de Garcilaso: “Corrientes aguas puras, cristalinas;/ árboles que os estáis mirando en ellas,/ verde prado de fresca sombra lleno,/ aves que aquí sembráis vuestras querellas,/ hiedra que por los árboles caminas,/ torciendo el paso por su verde seno...”. Aquí no tenemos sólo música, que también, es decir no estamos sólo en el terreno de la melopea, sino en el de la imagen que tiene por misión hacer visible, mostrar, es decir, en el de la fanopea. (Según nos señala la etimología de este término, que viene del verbo griego “faino” que significa “dar a luz”).
Así que ékfrasis, que es la representación verbal de un objeto plástico, y fanopea pueden ser intercambiables. Relámpagos de un alto sentido plástico los encontramos en Valle Inclán, en Machado, en Juan Ramón Jiménez, en los poetas del 27, como destaca, con gran acierto, Luís F. García.
Un aspecto importante, en el que insiste en su estudio, es que lo que ocurre en la obra ekfrástica no es una apropiación, sino más bien una simbiosis entre las artes implicadas; es más, dice que, normalmente, el escritor deviene en intérprete no en mero imitador, produciéndose, así, “un proceso enriquecedor”. Efectivamente, lo que ocurre es siempre una epifanía, una ampliación del discurso, pues el poeta ekfrástico no sólo interpreta la obra que glosa, también la recrea e incluso, a veces, va más allá de sus propios incentivos, sirviéndose de los recursos propios de la poesía como la metáfora, el símil, el símbolo, la sinestesia o la imagen visionaria, entre otros. Tal es, pensamos, el caso de E. Pisonero, sobre todo en su obra “El prisma en la mirada”, a la que dedica nuestro ensayista páginas esclarecedoras.
El recorrido que plantea Luís F. García se inicia en el Siglo de Oro y la generación del 98, para dar luego un salto hacia las poesías de Ángel González y Encarnación Pisonero, finalizando con un breve acercamiento a otros poetas contemporáneos. Del Renacimiento destaca la idea de ingenio presente en Cervantes, en Góngora y en Quevedo y la importancia que adquiere el antropocentrismo. Nos descubre que géneros como el del retrato, la heráldica, la epigrafía, la ornamentación de tumbas, tienen en los poetas del renacimiento intérpretes singulares. Nos lleva después a la generación del 98, de la que destaca el paisajismo, concomitante con corrientes pictóricas como el impresionismo y desde luego con el paisaje preferido por los noventayochistas: Castilla, aunque también hay algunos que se inspiran en imágenes urbanas y en elementos del progreso. La admiración por el Greco, por Velázquez y Goya constituye un incentivo para los escritores de esta generación. En general, es esta una época en la que se da un alto nivel de intertextualidad entre las obras literarias y las plásticas.
De Ángel González destaca, en principio, su capacidad para crear mundos poéticos interiores, la multiplicidad de voces y el uso de la ironía, sobre todo a partir de 1967, cuando se distancia de la poesía social de su primera época; y hace especial hincapié en el constante uso del símbolo de la luz. Realiza luego lo que llama un paseo ekfrástico por toda su poesía, descubriéndonos la importancia de la imagen y de la mirada, ya desde su primer libro; la importancia también de la imaginación como partícipe de la existencia: Yo sé que existo, porque tú me imaginas. La lucha interior y el ansia de conocimiento se traducen en “fuertes imágenes visuales”, en cambios de perspectiva para poder verse a si mismo.
Elementos ekfrásticos tradicionales, como la descripción o el uso de colores están también presentes, al tiempo que revela el poder cognoscitivo de la luz, frente a los límites que tiene la palabra, para acceder a la verdad: “¡Cuánto/ más verdadera que cualquier pronombre/ es esa luz que cuaja el aire en día”. También ella, la luz, - dice L. García- es “la única vía de la inmortalidad de los recuerdos”. La sinestesia, es decir el intercambio de sensaciones de los diversos sentidos, aparece en Prosemas o menos, así como el poder metamórfico de la poesía. Para hablar de esta capacidad metamórfica utiliza el símbolo de la mariposa que “aprende/en la prosa olorosa de la rosa”. Este trasvase de las sensaciones, estas correspondencias- que diría Baudelaire- son fundamentales en el poeta. Las transformaciones continuas de la luz a través del color o los colores amarillo y malva, tan presentes en Juan Ramón Jiménez, devienen símbolo de transformación y acceso al conocimiento más profundo y por lo tanto afirma que sólo la ékfrasis, llevándonos más allá del discurso lingüístico, abre esa vía a la verdad oculta.
Llegamos así a Encarnación Pisonero, cuyas obras ya llevan de por si títulos ekfrásticos: El jardín de las Hespérides, Si se cubre de musgo la memoria, Adamás, A los pies del sicómoro, y sobre todo El prisma en la mirada. Significativo es también que la antología publicada por Endimión en 2002 se titule Líquido de revelar, pues, inmediatamente, nos hace evocar la idea de laboratorio, de cámara oscura donde las imágenes ocultas en el negativo van apareciendo por magia de la luz. Este carácter revelador es total en El prisma en la mirada, donde el acercamiento a los artistas plásticos se hace buscando la esencia de su obra, es decir sumergiéndose en ella y en sus significados escondidos, o incluso en otros que están más allá, que son propiciados por la visión que aporta la poeta. A este respecto, nuestro comentarista deja claro que toda la obra de Pisonero se nutre de lo que está más allá de la apariencia, más allá de la conciencia ordinaria, para bucear en lo lejano, en lo ancestral, en lo mitológico, en el inconsciente y en lo oculto. La idea de búsqueda, de peregrinaje, de camino, de retorno al edén perdido son también constantes de su poesía. Y esta deviene, por lo tanto, casi como un instrumento para ordalías o pruebas de paso, siendo los libros las puertas y las etapas de este viaje, que, como todo viaje iniciático, lleva al verdadero ser.
Abunda Luís F. García en señalar que la poesía de Pisonero insiste en que lo que vemos en la realidad cotidiana es sólo la apariencia, la máscara; lo real verdadero está detrás, como lo está el rostro, y está también escondido en los arcanos del universo. Con esta idea, nos alumbran versos de A los pies del sicómoro, como “el camino buscado/ tiene tantas moradas como el cielo”, o “El secreto de los cielos/como el del corazón enamorado/lo guardan las estrellas...”
Este libro: A los pies del sicómoro es, para Luís García, la antesala por la que entramos a El prisma en la mirada, cuyo título alude a la necesidad de ver “a través de” un instrumento de conocimiento y no sólo con el simple ojo.
Asociado al prisma aparece también la idea de la necesidad de unir los fragmentos, o el puzzle que se produce en la unidad al descomponerse la luz. La poeta captará trozos de esa realidad dispersa, por medio de las obras de los artistas cantados y para ello es fundamental la mirada y las operaciones posteriores que conlleva para dar lugar a la creación artística.
Luís F. García hace una perfecta estructuración de las etapas. Lo primero es preparar la paleta del pintor, poner sobre ella los colores, pero también percibir sus simbolismos. Luego viene el proceso de realización de la obra, la tensión de ese instante genetriz, de ese nuevo universo que será alumbrado y la transformación de la caótica materia prima en formas, la mayeútica socrática. La idea de germinación en el seno oscuro de la magna mater es fundamental: “El barro como el trigo después de morir crece...” (dice en el poema dedicado a Maximina Pesce). Así el artista es más un descubridor que un creador, es la comadrona que asiste al parto, el revelador del misterio, es el portavoz de la realidad que está aguardando para ser revelada. El mito de la fragua de Vulcano le sirve de símbolo perfecto de este proceso transformador: “Es Vulcano quien trabaja y da las órdenes/ y se oyen gritos de dolor/ de las formas que mueren/ y se oyen cantos de gozo/ de las formas que nacen...”
El siguiente paso lo identifica, el ensayista, con la creación del universo y coge como ejemplo el poema El despertar de la serpiente, dedicado al escultor Guido Moretti, pues la serpiente representa las fuerzas ctónicas, la energía que se yergue de la tierra, en suma, la capacidad de creación.
Un cuarto aspecto es la indagación en el pasado ancestral, (Schulten lo llamaba el saber perdido), ahí habitan “arcanos... y signos antiguos de un paisaje recóndito...” (poema a Marichu Delgado), y el artista o el poeta que quiere penetrar se encuentra con una puerta cerrada que “protege lo mistérico” (poema a Gianfranco Bartolomeoli). Otros lugares o símbolos antiguos, en los que habita el misterio, son el bosque hechizado de Ibarrola en el que “van surgiendo las letras/de alfabetos furtivos...” Signos arcaicos o añejos nos hacen señas y ofrecen dificultades de interpretación, como ocurre con Itinerario para antiguas metáforas, dedicado a Luís Canelo, cuya “clave se perdió en la noche.”
La esencia del ser es, pues, difícil de alcanzar y desde luego no está en lo exterior, sino en el mundo interior, para acceder al cual hay que saber sobrepasar los fracasos del camino y reemprender siempre nuevas vías. Un ejemplo de esto es el poema La luz surge de dentro, dedicado a Mª Victoria de la Fuente, que representa una mujer ensimismada, y Paideia de los kouroi, dedicado a Navarro Baldeweg, en el que señala que el conocimiento es “abstracción del espíritu que prescinde del iris/ porque mira hacia adentro”.
Un sexto aspecto que señala Luís G. es el del arte como proceso multifásico, es decir como superposición de etapas, y pone como ejemplo Élan vital, a Margherite Serra; y Utopías de la dama de Elche, a Beatriz Rey, en la que la imagen propone reminiscencias evocadoras de substratos ancestrales, como el ibero, con los que se formó lo que hoy es España.
El mundo de la infancia, como lugar mágico de descubrimiento y edén perdido, no podía faltar y lo ilustra con los poemas dedicados a Jesusa Quirós y a Fernández Molina. El mundo de los sueños y el inconsciente son también lugares donde habita “una savia de raíces ocultas” (Metamorfosis de un sueño, poema para Flora Rey) y en donde hace acto de aparición ese lugar de la utopía en el que “algún rey ya sin paje lleva cofre de estrellas” (como dice en el poema Donde anidan los sueños, para Pilar Molinos).
Portal fundamental de acceso a lo perdido en el pasado es la memoria, que destaca en los poemas Moradas de un soñador, para C. Pallarés; Tras memorias ocultas”, que dedica a Ozores Souto; y el poema Restaurador de olvidos (para J. Riera Ferrari), donde una roca orilla del mar es como una atalaya para otear “Un naufragio de restos que perviven y flotan”.
Atemporalidad versus temporalidad se resuelve en poemas como Haikus en el agua para Tono o Las claves del tiempo para Liviana Leone o Por sendas perdidas, que dedica a David Lechuga. La idea de movimiento puede aparecer de un modo latente y sugerido por diversos métodos, como el trazo discontinuo o un equilibrio inestable; esto es lo que ve en los poemas dedicados a Manolo Paz y Carlota Cuesta; en este caso, metáforas como: “Un enjambre de signos con piruetas de ópera/ en irónica danza se dispersa en el aire” sugieren un dinamismo implícito en la imagen. La identificación pintor-pintura, poeta-pintor aparece en el poema dedicado a J. Pujales: “Julio es la explosión del verano/ las espigas granadas...”.
La aglomeración de imágenes del mundo actual aparece en “Galería para transeúntes” de Ángel Aragonés, donde dice que “la vida en la calle es un caos informe...”; también en Existencias sin máscara de Lucrecio Oteiza, el ser humano aparece como “un viajero que camina sin brújula” en “las selvas de asfalto”.
Finalmente, hay una invitación al lector a pasar con el poeta a la habitación que oculta el misterio. El poema que cierra el libro Cosmogonías del espacio tiempo es la síntesis del proceso creativo, indicando que en “El origen fue el Verbo...”, el punto original antes del big bang, de cuyo despliegue nacen los demás elementos geométricos, los colores, los cuatro elementos, y luego las figuras con las que el artista o artífice “modula apariencias y provoca el engaño/dando forma al volumen y color a la forma”. El poeta ekfrástico traduce a versos lo que el pintor: “Peregrino por las sendas ocultas/en busca del enigma...” hace con las imágenes plásticas. Ambos coinciden en el “atisbar oblicuo” que es la premisa para poder penetrar en los enigma que esconde la luz; es decir, se precisa tener El prisma en la mirada.
Concluye Luís F. García, como resumen, que la poesía de Pisonero es sumamente enriquecedora de la imagen que la motiva, abre nuevas rutas de conocimiento y muestra continuamente los procesos de transformación, de crecimiento y metamorfosis. “El continuo diálogo entre texto e imagen es simplemente desbordante en la práctica totalidad de los poemas de -El prisma en la mirada- ... Dicho diálogo trasciende la obra...., creando una visión poética de infinita riqueza...”
A esto, y como corolario, quisiera añadir algunas reflexiones personales que hicimos, cuando este libro, editado por Ediciós do Castro, se presentó en A Coruña. Comenzamos, entonces, con una cita de Nietzsche: “El arte tiene más valor que la verdad, porque la verdad podría malquistarnos con la vida y el arte nos recupera milagrosamente para ella” (El origen de la tragedia), para dejar claro que hay un poder salvífico, incluso redentor de la condición biológica humana en las grandes obras literarias y artísticas. Y dejamos constancia de que E. Pisonero propone, en este libro, un viaje iniciático, con una estación de partida y otra de llegada, y con 36 etapas intermedias, con parada ante la obra de 36 creadores plásticos, de cuya visión logra extraer chispas fulgurantes. La obra comienza con un canto auroral al color, que titula La estrella de Salomón, que es símbolo del macrocosmos, y que ella usa como espacio alegórico para su particular cosmogonía y que, como toda cosmogénesis que se precie, debe partir de la luz y de la sombra.
Primero está pues, la sombra, las simas del silencio, del no ser, el “campo virgen a siembras”; después aparece el blanco, “la página aún no escrita”; luego se sucederán el azul, el amarillo, el anaranjado, el rojo, el violeta, el verde y, finalmente está el negro, que es “el revés de la luz” y el retorno del ciclo. Entre estos dos extremos del blanco y del negro, fructifican “las ingentes cosechas del pintor”. De estas cosechas ella ha extraído las 36 flores o 36 frutos de sus poemas, que son otras tantas inmersiones en lo indecible. Una vez cerrado el universo poético creado por el viaje a través de estos pintores, otro universo se abre, otro ciclo que queda desvelado en el poema final: Cosmogonías del espacio tiempo, alfa y omega, ónfalos, centro eterno que está en todas partes generando el imparable emerger de las formas. Y así el punto se abre en círculos, los círculos generan vaivén de olas, las olas dibujan cuadrados y estos crecen para construir templos y ciudades y se hacen romboidales matrices y se parten en triángulos; y de los cruces continuos y de los abrazos surgen los cuatro elementos. Y todo ello, finalmente, tiene su origen en el Verbo que eternamente crea, “divino Ouróboros que se muerde la cola/ y une todas las fuerzas sin principio ni fin”
Con este libro E. P. no sólo ha puesto voz a la obra de 36 artistas, sino que, después de iluminarnos con metáforas deslumbrantes que chispean como estrellas, nos ofrece una teogonía con la que demuestra la inmortal pervivencia del reino del espíritu.
La última incursión que hace Luís García en su libro es en la poesía contemporánea española, señalando que este período, por el número enorme de poetas es difícil de estudiar y que la ékfrasis suele aparece camuflada y su uso es muy desigual. Se para especialmente en la obra de Diego Jesús Jiménez Bajorrelieve, donde, a las limitaciones de la palabra, opone la imagen visual. También indica la importancia que tiene lo visual en Guillermo Carnero y en Jaime Siles. La insistencia en el mirar despierta el recuerdo y las imágenes de la memoria, en los versos de Jaime Siles: “Mira, memoria, mira...Lo que veo volver por la ventana”. Analiza el poema Afrodita de M. López Vega, para hablar de la mortalidad del hombre, y ve el paso del tiempo reflejado en Foto antigua de Almudena Guzmán. De José Luís Rey dice que nos lleva en viaje histórico hacia Velázquez y el Greco; Lázaro Santana, en poema dedicado a Manuel Millares, nos hace ver “la sombra de nadie”, aunque “no faltaban modelos/a su alrededor”• Y el color, con sus sinestesias, aparece en las poesías de Abelardo Linares, de Juan Manuel Bonet, y de Pedro Antonio Urbina. El paisaje urbano tiene su presencia en García Montero y en Jesús Munárriz, y destaca, por encima de todos, como poeta ekfrástico, a Juan Manuel Bonet que hace acuarelas poéticas, según Miguel García Posada.
Termina diciendo que la contemporaneidad vive una época marcada por el bombardeo de las imágenes y que todo poeta contemporáneo estará influido por ello y que aún aguardan a la ékfrasis múltiples e insospechados caminos.
La ékfrasis en la poesía contemporánea española es un libro riguroso e iluminador y será imprescindible, a partir de ahora, para los estudiosos de habla española que quieren acercarse a este tema tan apasionante como es el de la relación entre la poesía y las artes plásticas.
Ánxeles Penas