Critica

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Encarnación Pisonero. “A los pies del sicomoro”. Ediciones Endymion. Madrid, 1996. Por MANUEL ALVAR, de la Real Academia Española. Semanario ABC. Libros. Blanco y Negro. 14 de septiembre de 1997.
 
SICOMOROS, ACACIAS Y TAMARISCOS


     Este libro tiene un hermoso título “A los pies del sicomoro” que acaso sea más que un hermoso título: la clave de algo que podemos intuir: por una mujer y un hombre muertos y esa presencia de los sicomoros. En el espléndido “Diccionario de los símbolos” de Chevalir y Gheerbrant, encontramos unas referencia que, al ponerlas junto a la dedicatoria de estos poemas, nos resultan estremecedoras:”árbol sagrado de Egipto (…) Las almas en forma de pájaro venían a posarse sobre sus ramas. Su ramaje y su sombra simbolizarían la seguridad y la protección de que gozan las almas de ultratumba (…) Subirse a un sicomoro significa participar espiritualmente de una cierta locura, que consiste en desprenderse de todo interés terrenal, de todo lo creado”.

     (Se fueron, eligiendo la hora o vida entre los túmulos./Que mi recuerdo vaya en memoria a su encuentro)

     Todo el libro tiene un angustiado tono de alegría. Como si el suicidio fuera un regalo para espíritus elegidos o, como dijo Mallarmé, un tributo “victoriosamente hermoso” en el que las criaturas dejan todas sus fuerzas al servicio de esa verdad que han elevado a su propio sacrificio. Lo dice muy bellamente el poema “Bet”: “Una maternidad sólo de barro/ sin aliento de vida/ no logró daros el bálsamo./ En el cobijo del mausoleo pensasteis/ en la tranquilidad de los cautivos muertos,/ en la vida sin vida por amargura del alma,/ porque todo era aflicción,/ herencia peregrina,/ mas no deseabais el Seol”.

     Si volviéramos al mundo de los símbolos, veríamos cómo el mundo vegetal de Encarnación Pisonero está girando en torno a ese sentido trascendente que tiene el sicomoro. Por lo menos dos veces habla del Valle de las Acacias, y la acacia es, para unos, prende resurrección e inmortalidad, para otros, las espinas de la corona de Cristo con una clara simbología solar, en otros muchos pueblos (bambaras, vedas, etc), viene a ser un sustento del mundo divino. No de otro modo, el tamarisco presente en estos poemas es para los chinos símbolo de la inmortalidad y, entre los japoneses, hace referencia a la dulzura de la soledad, (“Triunfó la sinrazón/ ya tenéis el albergue/ con tierra por abrigo, / flores silvestres de mañana/ y campo de estrellas al anochecer./ Vuestra morada es paz de camposanto”.)

     ¿Y el ajenjo, también evocado? Simboliza el dolor, la falta de dulzura, todo ese mundo concitado contra dos criaturas inocentes, incapaces de defenderse o de hacer frente a la adversidad. Por último, los asfódelos son flores de los prados del infierno y símbolo de la muerte. No puedo creer que todo ese mundo simbólico haya sido aducido de una manera casual, por el contrario, creo que hay mucha sabiduría en todas estas alusiones para que, el modo en que se encuentra la tragedia esté instaurado en un ámbito donde no caben sino la condición de la muerte. El libro está en un cerco trágico que, por tener la presencia de plantas que evocan el dolor y el aniquilamiento, sitúan estos versos - tan bellos – dentro de un marco de tristeza y de abandono. Yo no diría de desesperación o de estridentes lamentos, sino de serenidad ante un hecho ineluctable al que se ha culminado voluntariamente y cuyo final, voluntariamente, se ha aceptado. En cualquier sitio que abramos estas páginas encontraremos textos tan hermosos como “Anástasis”: “¿Cómo imaginar mayor bondad/ en el barro que en la luz? / La desgracia persigue al inocente/ ¡misterio entre misterios! / Os he buscado del Austro al Aquilón, / mas no os hallé / quizá porque estáis en cualquier parte. / Amigos artesanos de la muerte/ que convertisteis la materia / en árbol descarnado con raíces flotantes: /soñad que la lluvia os fijará las raíces, / que vuestra Kaliyuga tendrá fin, que el Señor del Anillo/ os concederá la resurrección”.  

     Se nos plantea, una vez más el valor de la vida: ¿Merece o no la pena? Son quienes lloran el abandono quienes establecen los valores positivos. El descanso perpetuo no puede levantar sus voces y seguimos con la congoja de lo que nos parece injusto, aunque las criaturas fugitivas ya nunca podrán volver su rostro. Muchos de estos breves poemas tienen la dignidad y el decoro de las estelas funerarias de la antigüedad. (Y vuestra pena se hizo inabarcable. / Al final sólo había desolación. / ¡Ni una queja mostrabais! / Sólo silencio. / Y después más silencio.) Digo Eos llevando el cuerpo de su hijo Memnon muerto por Aquiles, Democlides en el Museo de Atenas, Efebo con una flor, Mnesantes ante Proserpina, el romano togado, retratos de Al-Fayum. (Recordemos un poema de Marcial: “Recibe no un bloque inseguro de mármol de Paros, que destinado a perecer, su esfuerzo ofrece a las cenizas, sino bojes flexibles y umbrosas hojas de pámpano y la hierba que verdea, bañada por mis lágrimas”).

     Lo que no queremos ver es cuanta contradicción hay en este querer y no querer la vida, ni creer en la inmortalidad, antes bien, huir de mil muertes posibles para no aceptar sino lo que tenemos más próximo. Entonces se nos presenta como una carga lógica para resolver las infinitas antinomias que es el vivir.

     Tan largas consideraciones nos han dejado a la orilla del camino cualquier valoración coherente de lo que este libro significa. Tiene un valor absoluto: la trabazón y el hilo precioso que ha ido engastando todos estos poemas. Pero cada texto en su independencia es hermoso y, muchísimas veces, un logro continuado. En cada momento nos encontramos con un símbolo que se esconde tras la figuración presentida. No creo que sea baladí el alifato con que se van ensartando los poemas de la primera parte del libro (¿recordemos el “Salmo de la pluma”, de Rubén, o la referencia a “abracadabra”, que si procede del hebreo “abreg ad hebra” significaría “envía tu rayo hasta la muerte”. Los poderes mágicos estarían en el sortilegio de esa palabra. Y acaso nos sirven para desear la salvación de quienes desnortados quisieron encontrar un privilegio que está negado a los mortales: “Os cubrió el desaliento/ con manto de ceniza. / Imposible hallar consuelo/ hasta olvidar las niñas de sus ojos. /Se hizo olvido el recuerdo/ y olvidasteis/ que nada saben los muertos”. 
                                          Manuel Alvar. 

EL PRISMA EN LA MIRADA

ENCARNACIÓN PISONERO, EL PRISMA EN LA MIRADA. 
EDICIOS DO CASTRO. LA CORUÑA, 2000. Por SALUSTIANO MASÓ.
Publicado en CUADERNOS DEL MATEMÁTICO. Nº 26, 2001-PÁG. 125



    Si no existiese la mirada, tampoco existiría la luz: no es la luz la condición de la mirada, sino a la inversa, de lo que cabría inferir que a una mayor intensidad de mirada corresponde una más viva intensidad de luz. No es más luminoso lo que más luz contiene, dice un poeta para mi entrañable, sino lo que más luz provoca. En la mirada, pues está la fuerza, la vix generatriz, y está, sobre todo, el prisma, como en esta nueva entrega poética de Encarnación Pisonero. Del prisma en sentido literal nacen todos los posibles arcoiris. Pero aquí nos hallamos ante el prisma ideal, del que brotan en abanico todos los avatares, todos los sortilegios y multiplicaciones.

    Encarnación Pisonero se mueve, se ha movido siempre, en un mundo de símbolos, un universo de correspondencias. Al igual que Baudelaire, ve en la Naturaleza, en la Realidad, un templo de columnas vivientes que dejan escapar a veces confusos mensajes, y el hombre pasa en él a través de bosque de símbolos que le observan con miradas familiares…, traduzco libremente. He aquí, pues otra faceta: la reciprocidad en la mirada. ¿Quién mira a quién? Ya no sólo el prisma. También el espejo. A los pies del sicomoro es un título anterior de nuestra autora. Árbol mítico, símbolo de símbolos, se yergue el sicomoro más allá de su ser natural en estos poemas como un reto a la muerte y a los dioses, sustrato humano que prevalece firme tras la “visita a los infiernos”. Poesía, pues, simbolista, a contrapelo de la estética dominante, centrada ya por aquellos años en la experiencia de lo cotidiano. Y así también ahora, este alimón afortunado con un notable elenco de artistas plásticos da a la luz uno de los poemarios más conseguidos y deslumbrantes que ha llegado a mis manos en los últimos tiempos.

    A noir, E blanc, I rouge, U vert, O Bleu, así asigna el genio de Rimbaud un color a cada letra en su poema Voyelles, vocales, para desarrollar a renglón seguido el tema en una serie de imágenes poéticas cautivadoras. Algo en la misma línea, aunque personal y original sin duda, es lo que lleva a cabo Encarnación Pisonero en su inicial poema “La estrella de Salomón”, dedicado precisamente “a los colores”. Lo visual transmutado en sonoridad, en letra viva. Modulaciones de la escritura en correspondencia con lo que podrían ser figuras plasmadas en un lienzo o en un objeto escultórico multidimensional: llamadas a colmar “la Mater materia,/ un vacío absoluto destinado a colmarse”, en justa definición metapoética de la propia autora.

    Larga es ya, por otra parte, como de todos es sabido, la tradición de una temática basada en la interpretación o la glosa de la obra plástica, que viene a hallar así en el texto literario claves para la penetración en su misterio o el esclarecimiento de su intención o niveles de sentido. Se establece quizás con ello una forma de intertextualidad hermenéutica, si consideramos textos sui generis las diferentes maneras de expresión plástica. Que, en todo caso, nunca es lo mismo que la labor del estudioso o el crítico de arte, basada en el análisis y el método. El enfoque lírico es siempre sintético: se funda en la intuición, en el juego acaso, en operaciones de pensamiento mágico. Alberti (A la pintura), Valente (sobre Tapies), constituyen ejemplos próximos entre nuestros poetas mayores. Encarnación Pisonero reúne en este volumen a treinta y seis creadores plásticos, pintores y escultores, con primorosas reproducciones gráficas de las obras incluidas: una por artista. Reproducciones y poemas se emparejan en las páginas, y así cada texto lírico va respondiendo sucesivamente a las imágenes plásticas con vívidas imágenes literarias: amplísimo campo para las sugerencias, las exégesis, los descifres, las referencias mitológicas, astrales, cabalísticas, y hasta filosóficas, 
Schopenhauer incluido.

    Estatuas de palabras, nos atreveríamos a decir, en la bien conocida expresión de Pessoa. O fiel cumplimiento de las correspondencias, pues cabría volver también aquí a Baudelaire, en el poema citado al principio. Correspondances: “los perfumes, los colores y los sonidos se responden”… “el ámbar, el almizcle, el benjuí y el incienso/ cantan los arrebatos del alma y los sentidos”. 

    No nos es posible, por la obvia limitación de espacio, detenernos como hubiéramos querido, y como sin duda alguna la ocasión merece, en los muchos aciertos puntuales que sostienen y dan vida a estos poemas: léxico sorprendente, imágenes y referentes insólitos, siempre “en busca del enigma/ de los grandes misterios”: una riqueza expresiva que raras veces incide en retóricas ni barroquismo, con toda una tradición esotérica que se transparenta acá y allá, y ese hilo conductor onírico en el que casi siempre está la clave de las transmutaciones. Es decir, la conversión de lo espacial -colores, formas- en temporalidad, en música, por obra y gracia y mediación de la palabra. Si, con versos de la propia Encarnación Pisonero, habríamos de decir: “¿Qué secreto alimento/ ha preñado el mundo?” Y en la pregunta misma descubriríamos ya un principio de respuesta.

    Pero la concelebrante da un paso más en su liturgia de signos, y aquí tenemos, vivo y palpitante, el caligrama, en réplica a la obra del escultor Guido Moretti titulada El despertar de la serpiente. ¿Oh arte combinatoria! ¿Esto sí que es plantarse en la interfaz misma del prodigio! La abstracción propuesta por el artista evoca quizá un Dédalo, o un mandala, y Pisonero, que a lo largo de todas estas moradas espejeantes viene pasando como por un trance iniciático, halla el punto cabal de convergencia, en la tutelar inspiración Apollinaire, y ahí quedan esos trazos trémulos, ingrávidos, caligrafía casi de pincel, insinuación de no sé qué rosarios místicos, o remedo de materia cósmica: la eterna serpiente, en suma, que no sólo despierta sino que fascina.

         Salustiano Masó.


La ékfrasis 
en la poesía de Encarnación Pisonero y en la poesía contemporánea española. Revista Cuadernos del Matemático, Nº 47, págs.87-90. Madrid, 2011.


                     
    Recientemente, la editorial Devenir, dirigida por Juan Pastor, daba a luz el libro La ékfrasis en la poesía contemporánea española: De Ángel González a Encarnación Pisonero, cuyo autor es el doctor en literatura española de Temple University en Filadelfia, EE.UU., Luís F. García Martínez y que hace una inestimable aportación a un campo tan poco tratado en España, como es el de la relación entre la poesía y las artes plásticas.

    Comienza él su estudio señalando la dificultad que entraña la diferencia fundamental que existe entre el discurso visual, donde el tiempo está detenido, y el verbal, que se sucede precisamente en el tiempo, y por ello se hace la pregunta ¿es posible relacionar artes de índole diferente? La solución a esta lógica duda se encuentra en aquello que las dos disciplinas tienen en común, la facultad para crear imágenes. Y la imagen, dice en La poética del espacio, Gaston Bachelard procede de una ontología directa, añadiendo que, merced a ella, se produce una concentración de todo el psiquismo; la imagen constituye un interregno entre la fuente de creación y el creador, por eso no son tan raros los casos de pintor escritor o viceversa, y mucho menos es raro que en muchos poetas, como los estudiados por L. F. García, aparezcan imágenes de fuerte impacto plástico. 

    También el creador del Imaginismo, Ezra Pound, en su libro El arte de la poesía, aclara qué cosa sea la imagen, al afirmar que una imagen presenta un complejo intelectual y emotivo en un instante temporal. Es ese instante o ese relámpago de sentido, lo que queda tras la lectura del poema ekfrástico y entonces, la imagen se congela en la atemporalidad. No obstante E. Pound puntualiza que hay tres clases de inspiración poética: la melopea, la logopea y la FANOPEA, siendo esta última la que permite la proyección de imágenes sobre la imaginación visual y pone como ejemplo los ideogramas chinos, pero es posible rastrear, como lo ha hecho nuestro ilustre ensayista, una larga tradición de poetas que se dejan impresionar por imágenes donde prima lo fanopeico sobre lo logoico o lo lírico. Me vienen a la memoria, como ejemplo, aquellos maravillosos versos de la Égloga primera de Garcilaso: “Corrientes aguas puras, cristalinas;/ árboles que os estáis mirando en ellas,/ verde prado de fresca sombra lleno,/ aves que aquí sembráis vuestras querellas,/ hiedra que por los árboles caminas,/ torciendo el paso por su verde seno...”. Aquí no tenemos sólo música, que también, es decir no estamos sólo en el terreno de la melopea, sino en el de la imagen que tiene por misión hacer visible, mostrar, es decir, en el de la fanopea. (Según nos señala la etimología de este término, que viene del verbo griego “faino” que significa “dar a luz”). 

    Así que ékfrasis, que es la representación verbal de un objeto plástico, y fanopea pueden ser intercambiables. Relámpagos de un alto sentido plástico los encontramos en Valle Inclán, en Machado, en Juan Ramón Jiménez, en los poetas del 27, como destaca, con gran acierto, Luís F. García.

    Un aspecto importante, en el que insiste en su estudio, es que lo que ocurre en la obra ekfrástica no es una apropiación, sino más bien una simbiosis entre las artes implicadas; es más, dice que, normalmente, el escritor deviene en intérprete no en mero imitador, produciéndose, así, “un proceso enriquecedor”. Efectivamente, lo que ocurre es siempre una epifanía, una ampliación del discurso, pues el poeta ekfrástico no sólo interpreta la obra que glosa, también la recrea e incluso, a veces, va más allá de sus propios incentivos, sirviéndose de los recursos propios de la poesía como la metáfora, el símil, el símbolo, la sinestesia o la imagen visionaria, entre otros. Tal es, pensamos, el caso de E. Pisonero, sobre todo en su obra “El prisma en la mirada”, a la que dedica nuestro ensayista páginas esclarecedoras.

    El recorrido que plantea Luís F. García se inicia en el Siglo de Oro y la generación del 98, para dar luego un salto hacia las poesías de Ángel González y Encarnación Pisonero, finalizando con un breve acercamiento a otros poetas contemporáneos. Del Renacimiento destaca la idea de ingenio presente en Cervantes, en Góngora y en Quevedo y la importancia que adquiere el antropocentrismo. Nos descubre que géneros como el del retrato, la heráldica, la epigrafía, la ornamentación de tumbas, tienen en los poetas del renacimiento intérpretes singulares. Nos lleva después a la generación del 98, de la que destaca el paisajismo, concomitante con corrientes pictóricas como el impresionismo y desde luego con el paisaje preferido por los noventayochistas: Castilla, aunque también hay algunos que se inspiran en imágenes urbanas y en elementos del progreso. La admiración por el Greco, por Velázquez y Goya constituye un incentivo para los escritores de esta generación. En general, es esta una época en la que se da un alto nivel de intertextualidad entre las obras literarias y las plásticas.

     De Ángel González destaca, en principio, su capacidad para crear mundos poéticos interiores, la multiplicidad de voces y el uso de la ironía, sobre todo a partir de 1967, cuando se distancia de la poesía social de su primera época; y hace especial hincapié en el constante uso del símbolo de la luz. Realiza luego lo que llama un paseo ekfrástico por toda su poesía, descubriéndonos la importancia de la imagen y de la mirada, ya desde su primer libro; la importancia también de la imaginación como partícipe de la existencia: Yo sé que existo, porque tú me imaginas. La lucha interior y el ansia de conocimiento se traducen en “fuertes imágenes visuales”, en cambios de perspectiva para poder verse a si mismo. 

     Elementos ekfrásticos tradicionales, como la descripción o el uso de colores están también presentes, al tiempo que revela el poder cognoscitivo de la luz, frente a los límites que tiene la palabra, para acceder a la verdad: “¡Cuánto/ más verdadera que cualquier pronombre/ es esa luz que cuaja el aire en día”. También ella, la luz, - dice L. García- es “la única vía de la inmortalidad de los recuerdos”. La sinestesia, es decir el intercambio de sensaciones de los diversos sentidos, aparece en Prosemas o menos, así como el poder metamórfico de la poesía. Para hablar de esta capacidad metamórfica utiliza el símbolo de la mariposa que “aprende/en la prosa olorosa de la rosa”. Este trasvase de las sensaciones, estas correspondencias- que diría Baudelaire- son fundamentales en el poeta. Las transformaciones continuas de la luz a través del color o los colores amarillo y malva, tan presentes en Juan Ramón Jiménez, devienen símbolo de transformación y acceso al conocimiento más profundo y por lo tanto afirma que sólo la ékfrasis, llevándonos más allá del discurso lingüístico, abre esa vía a la verdad oculta.

  Llegamos así a Encarnación Pisonero, cuyas obras ya llevan de por si títulos ekfrásticos: El jardín de las Hespérides, Si se cubre de musgo la memoria, Adamás, A los pies del sicómoro, y sobre todo El prisma en la mirada. Significativo es también que la antología publicada por Endimión en 2002 se titule Líquido de revelar, pues, inmediatamente, nos hace evocar la idea de laboratorio, de cámara oscura donde las imágenes ocultas en el negativo van apareciendo por magia de la luz. Este carácter revelador es total en El prisma en la mirada, donde el acercamiento a los artistas plásticos se hace buscando la esencia de su obra, es decir sumergiéndose en ella y en sus significados escondidos, o incluso en otros que están más allá, que son propiciados por la visión que aporta la poeta. A este respecto, nuestro comentarista deja claro que toda la obra de Pisonero se nutre de lo que está más allá de la apariencia, más allá de la conciencia ordinaria, para bucear en lo lejano, en lo ancestral, en lo mitológico, en el inconsciente y en lo oculto. La idea de búsqueda, de peregrinaje, de camino, de retorno al edén perdido son también constantes de su poesía. Y esta deviene, por lo tanto, casi como un instrumento para ordalías o pruebas de paso, siendo los libros las puertas y las etapas de este viaje, que, como todo viaje iniciático, lleva al verdadero ser. 

    Abunda Luís F. García en señalar que la poesía de Pisonero insiste en que lo que vemos en la realidad cotidiana es sólo la apariencia, la máscara; lo real verdadero está detrás, como lo está el rostro, y está también escondido en los arcanos del universo. Con esta idea, nos alumbran versos de A los pies del sicómoro, como “el camino buscado/ tiene tantas moradas como el cielo”, o “El secreto de los cielos/como el del corazón enamorado/lo guardan las estrellas...”

     Este libro: A los pies del sicómoro es, para Luís García, la antesala por la que entramos a El prisma en la mirada, cuyo título alude a la necesidad de ver “a través de” un instrumento de conocimiento y no sólo con el simple ojo. 

    Asociado al prisma aparece también la idea de la necesidad de unir los fragmentos, o el puzzle que se produce en la unidad al descomponerse la luz. La poeta captará trozos de esa realidad dispersa, por medio de las obras de los artistas cantados y para ello es fundamental la mirada y las operaciones posteriores que conlleva para dar lugar a la creación artística.

      Luís F. García hace una perfecta estructuración de las etapas. Lo primero es preparar la paleta del pintor, poner sobre ella los colores, pero también percibir sus simbolismos. Luego viene el proceso de realización de la obra, la tensión de ese instante genetriz, de ese nuevo universo que será alumbrado y la transformación de la caótica materia prima en formas, la mayeútica socrática. La idea de germinación en el seno oscuro de la magna mater es fundamental: “El barro como el trigo después de morir crece...” (dice en el poema dedicado a Maximina Pesce). Así el artista es más un descubridor que un creador, es la comadrona que asiste al parto, el revelador del misterio, es el portavoz de la realidad que está aguardando para ser revelada. El mito de la fragua de Vulcano le sirve de símbolo perfecto de este proceso transformador: “Es Vulcano quien trabaja y da las órdenes/ y se oyen gritos de dolor/ de las formas que mueren/ y se oyen cantos de gozo/ de las formas que nacen...”

     El siguiente paso lo identifica, el ensayista, con la creación del universo y coge como ejemplo el poema El despertar de la serpiente, dedicado al escultor Guido Moretti, pues la serpiente representa las fuerzas ctónicas, la energía que se yergue de la tierra, en suma, la capacidad de creación.

    Un cuarto aspecto es la indagación en el pasado ancestral, (Schulten lo llamaba el saber perdido), ahí habitan “arcanos... y signos antiguos de un paisaje recóndito...” (poema a Marichu Delgado), y el artista o el poeta que quiere penetrar se encuentra con una puerta cerrada que “protege lo mistérico” (poema a Gianfranco Bartolomeoli). Otros lugares o símbolos antiguos, en los que habita el misterio, son el bosque hechizado de Ibarrola en el que “van surgiendo las letras/de alfabetos furtivos...” Signos arcaicos o añejos nos hacen señas y ofrecen dificultades de interpretación, como ocurre con Itinerario para antiguas metáforas, dedicado a Luís Canelo, cuya “clave se perdió en la noche.”

    La esencia del ser es, pues, difícil de alcanzar y desde luego no está en lo exterior, sino en el mundo interior, para acceder al cual hay que saber sobrepasar los fracasos del camino y reemprender siempre nuevas vías. Un ejemplo de esto es el poema La luz surge de dentro, dedicado a Mª Victoria de la Fuente, que representa una mujer ensimismada, y Paideia de los kouroi, dedicado a Navarro Baldeweg, en el que señala que el conocimiento es “abstracción del espíritu que prescinde del iris/ porque mira hacia adentro”.

    Un sexto aspecto que señala Luís G. es el del arte como proceso multifásico, es decir como superposición de etapas, y pone como ejemplo Élan vital, a Margherite Serra; y Utopías de la dama de Elche, a Beatriz Rey, en la que la imagen propone reminiscencias evocadoras de substratos ancestrales, como el ibero, con los que se formó lo que hoy es España.

    El mundo de la infancia, como lugar mágico de descubrimiento y edén perdido, no podía faltar y lo ilustra con los poemas dedicados a Jesusa Quirós y a Fernández Molina. El mundo de los sueños y el inconsciente son también lugares donde habita “una savia de raíces ocultas” (Metamorfosis de un sueño, poema para Flora Rey) y en donde hace acto de aparición ese lugar de la utopía en el que “algún rey ya sin paje lleva cofre de estrellas” (como dice en el poema Donde anidan los sueños, para Pilar Molinos).

    Portal fundamental de acceso a lo perdido en el pasado es la memoria, que destaca en los poemas Moradas de un soñador, para C. Pallarés; Tras memorias ocultas”, que dedica a Ozores Souto; y el poema Restaurador de olvidos (para J. Riera Ferrari), donde una roca orilla del mar es como una atalaya para otear “Un naufragio de restos que perviven y flotan”.

    Atemporalidad versus temporalidad se resuelve en poemas como Haikus en el agua para Tono o Las claves del tiempo para Liviana Leone o Por sendas perdidas, que dedica a David Lechuga. La idea de movimiento puede aparecer de un modo latente y sugerido por diversos métodos, como el trazo discontinuo o un equilibrio inestable; esto es lo que ve en los poemas dedicados a Manolo Paz y Carlota Cuesta; en este caso, metáforas como: “Un enjambre de signos con piruetas de ópera/ en irónica danza se dispersa en el aire” sugieren un dinamismo implícito en la imagen. La identificación pintor-pintura, poeta-pintor aparece en el poema dedicado a J. Pujales: “Julio es la explosión del verano/ las espigas granadas...”.

    La aglomeración de imágenes del mundo actual aparece en “Galería para transeúntes” de Ángel Aragonés, donde dice que “la vida en la calle es un caos informe...”; también en Existencias sin máscara de Lucrecio Oteiza, el ser humano aparece como “un viajero que camina sin brújula” en “las selvas de asfalto”.

  Finalmente, hay una invitación al lector a pasar con el poeta a la habitación que oculta el misterio. El poema que cierra el libro Cosmogonías del espacio tiempo es la síntesis del proceso creativo, indicando que en “El origen fue el Verbo...”, el punto original antes del big bang, de cuyo despliegue nacen los demás elementos geométricos, los colores, los cuatro elementos, y luego las figuras con las que el artista o artífice “modula apariencias y provoca el engaño/dando forma al volumen y color a la forma”. El poeta ekfrástico traduce a versos lo que el pintor: “Peregrino por las sendas ocultas/en busca del enigma...” hace con las imágenes plásticas. Ambos coinciden en el “atisbar oblicuo” que es la premisa para poder penetrar en los enigma que esconde la luz; es decir, se precisa tener El prisma en la mirada.

    Concluye Luís F. García, como resumen, que la poesía de Pisonero es sumamente enriquecedora de la imagen que la motiva, abre nuevas rutas de conocimiento y muestra continuamente los procesos de transformación, de crecimiento y metamorfosis. “El continuo diálogo entre texto e imagen es simplemente desbordante en la práctica totalidad de los poemas de -El prisma en la mirada- ... Dicho diálogo trasciende la obra...., creando una visión poética de infinita riqueza...”

   A esto, y como corolario, quisiera añadir algunas reflexiones personales que hicimos, cuando este libro, editado por Ediciós do Castro, se presentó en A Coruña. Comenzamos, entonces, con una cita de Nietzsche: “El arte tiene más valor que la verdad, porque la verdad podría malquistarnos con la vida y el arte nos recupera milagrosamente para ella” (El origen de la tragedia), para dejar claro que hay un poder salvífico, incluso redentor de la condición biológica humana en las grandes obras literarias y artísticas. Y dejamos constancia de que E. Pisonero propone, en este libro, un viaje iniciático, con una estación de partida y otra de llegada, y con 36 etapas intermedias, con parada ante la obra de 36 creadores plásticos, de cuya visión logra extraer chispas fulgurantes. La obra comienza con un canto auroral al color, que titula La estrella de Salomón, que es símbolo del macrocosmos, y que ella usa como espacio alegórico para su particular cosmogonía y que, como toda cosmogénesis que se precie, debe partir de la luz y de la sombra. 

    Primero está pues, la sombra, las simas del silencio, del no ser, el “campo virgen a siembras”; después aparece el blanco, “la página aún no escrita”; luego se sucederán el azul, el amarillo, el anaranjado, el rojo, el violeta, el verde y, finalmente está el negro, que es “el revés de la luz” y el retorno del ciclo. Entre estos dos extremos del blanco y del negro, fructifican “las ingentes cosechas del pintor”. De estas cosechas ella ha extraído las 36 flores o 36 frutos de sus poemas, que son otras tantas inmersiones en lo indecible. Una vez cerrado el universo poético creado por el viaje a través de estos pintores, otro universo se abre, otro ciclo que queda desvelado en el poema final: Cosmogonías del espacio tiempo, alfa y omega, ónfalos, centro eterno que está en todas partes generando el imparable emerger de las formas. Y así el punto se abre en círculos, los círculos generan vaivén de olas, las olas dibujan cuadrados y estos crecen para construir templos y ciudades y se hacen romboidales matrices y se parten en triángulos; y de los cruces continuos y de los abrazos surgen los cuatro elementos. Y todo ello, finalmente, tiene su origen en el Verbo que eternamente crea, “divino Ouróboros que se muerde la cola/ y une todas las fuerzas sin principio ni fin”

     Con este libro E. P. no sólo ha puesto voz a la obra de 36 artistas, sino que, después de iluminarnos con metáforas deslumbrantes que chispean como estrellas, nos ofrece una teogonía con la que demuestra la inmortal pervivencia del reino del espíritu.
 
   La última incursión que hace Luís García en su libro es en la poesía contemporánea española, señalando que este período, por el número enorme de poetas es difícil de estudiar y que la ékfrasis suele aparece camuflada y su uso es muy desigual. Se para especialmente en la obra de Diego Jesús Jiménez Bajorrelieve, donde, a las limitaciones de la palabra, opone la imagen visual. También indica la importancia que tiene lo visual en Guillermo Carnero y en Jaime Siles. La insistencia en el mirar despierta el recuerdo y las imágenes de la memoria, en los versos de Jaime Siles: “Mira, memoria, mira...Lo que veo volver por la ventana”. Analiza el poema Afrodita de M. López Vega, para hablar de la mortalidad del hombre, y ve el paso del tiempo reflejado en Foto antigua de Almudena Guzmán. De José Luís Rey dice que nos lleva en viaje histórico hacia Velázquez y el Greco; Lázaro Santana, en poema dedicado a Manuel Millares, nos hace ver “la sombra de nadie”, aunque “no faltaban modelos/a su alrededor”• Y el color, con sus sinestesias, aparece en las poesías de Abelardo Linares, de Juan Manuel Bonet, y de Pedro Antonio Urbina. El paisaje urbano tiene su presencia en García Montero y en Jesús Munárriz, y destaca, por encima de todos, como poeta ekfrástico, a Juan Manuel Bonet que hace acuarelas poéticas, según Miguel García Posada.

  Termina diciendo que la contemporaneidad vive una época marcada por el bombardeo de las imágenes y que todo poeta contemporáneo estará influido por ello y que aún aguardan a la ékfrasis múltiples e insospechados caminos. 

   La ékfrasis en la poesía contemporánea española es un libro riguroso e iluminador y será imprescindible, a partir de ahora, para los estudiosos de habla española que quieren acercarse a este tema tan apasionante como es el de la relación entre la poesía y las artes plásticas.

                        Ánxeles Penas

 EL AMOR EN VERTICAL
LA ESTRELLA DEL ANIS. ENCARNACIÓN PISONERO. Ed. Devenir. Madrid, 2004. Por ADOLFO GARCÍA ORTEGA.
Revista Letra Internacional. Año 2.015. pág. 87-88


    He seguido todos los libros de Encarnación Pisonero, desde El jardín de las hespérides (1984), Si se cubre de musgo la memoria (1986), Adamas (1987), o A los pies del sicomoro (1996)- libro marcado por el dolor y también por una luminosa ironía-, y es evidente la evolución de una línea poética que se viene construyendo con una seriedad y una fidelidad a sí misma como pocas. Algo que se puede decir de las trayectorias poéticas que lo son de verdad y por excelencia. Y en Encarnación Pisonero se constata un camino sin prisas, ni urgencia, ni cegado por nada, al contrario, siguiendo un plan mental trazado de qué poeta se quiere ser y qué poesía se quiere escribir.

    Quizá para ver esa evolución sea bueno visitar, o revisitar, un libro suyo anterior, de 2002, una antología hecha por la propia Pisonero, que tituló Liquido de revelar, y que revela –como expresa su apropiado título- una poesía, una poética y a una autora que, como se ha de decir de los verdaderos poetas, ha hecho su propia geografía, su propio código. Al leer de continuo la poesía de Encarnación Pisonero, al ver su trayectoria, enseguida llaman la atención su libertad, su autenticidad, y su coherencia. 

    Otra pasión que no puede ignorarse en ella es su manera de mirar el arte, de entenderlo y de ir de su mano para generar y fecundar poemas que se inspiran en piezas plásticas. El arte es una constante también en su desarrollo Liberio – incluso cuando escribe sobre arte lo hace bajo la firma de Scardanelli, el pseudónimo del genial Hölderlin, con quien Encarnación Pisonero guarda reminiscencia y homenajes-. Y de esa íntima conjunción de arte y poesía salió en 2000 un libro singular como pocos, inusual en la poesía de los últimos años, que es El prima en la mirada. 

    Ahora ve la luz un libro nuevo, La estrella del anís, libro que ha llevado varios años en su elaboración y que está marcado (exultado, diría yo) por el amor, de manera excelente y estimulante. Se trata de un conjunto de poemas breves, a ves de tres versos apenas, pero muy intensos en lirismo y sensualidad. La poesía de Encarnación Pisonero siempre ha gozado de estas dos ramas: un lirismo extremo, que se emparenta con una poesía muy esencial, muy luminosa (como se puede decir de un poeta tan lírico como Paul Celan o, en español José Ángel Valente o un Octavio Paz), y poblada de imágenes “instantáneas” (tanto de tiempo como de lugar). 

    Un lirismo que también bebe de la poesía clásica (griega y latina) y de sus mitos y referencias culturales. Así como de referencias, ecos más bien, de la poesía mística española. En concreto -en La estrella del anís- de San Juan de la Cruz, cima para muchos, de los poemas de amor, y a quien este libro, realidad, encierra un gran homenaje personal.

    Un lirismo, en fin, que se emparenta con un lenguaje “con propensión al mito” (que decía Gil de Biedma), es decir, que expresa claramente aquello que decía Roland Barthes de que el mito es “significado + significante + x” . Y esa x indefinible pero evidente es la que se encuentra en la poesía de Pisonero, algo diferente, algo nuevo, poesía en suma.

    Y se encuentra o se dice o se canta, porque en el dictum poético de esta poeta, la base los poemas de La estrella del anís es la exultación que dice el poema como un canto, como una antífona coral. Y de nuevo se ven, en esta derivación al canto, sus homenajes-referencias a la poesía clásica.

    Para centrarme en los poemas, epigramáticos casi, de este libro, diré que son imágenes o expresiones que detienen o congelan un momento intenso de vida (una especia de tranche de vie, pero cantada, mixtificada por un halo metafórico extremo), un hecho o un sentimiento que se vuelve críptico, o secreto, o sensual en función de las palabras que lo dicen. Como en este poema. “Después de la caída/ surqué todos los piélagos, /encadenada al palo de la vela, /hasta que fuera plenilunio”. O en este otro. “Frutos nácar de acebo/ cubren mi corazón/ cuando te miro,/ y no es diciembre/ ni dulce primavera”.

    Y a la vez que lírica, la otra rama de la que antes hablaba es de una poesía muy sensual, muy física, siendo eminentemente amorosa. Este libro es todo él un gran canto de amor parcelado de recuerdos como destellos o fogonazos de luz (o de sombra), de momentos y de referencias cultas que se engarzan transversalmente con la fuerza amatoria del deseo, de la exaltación, de la nostalgia o del nombramiento del deseo amoroso “satisfecho”. 

    Las dos partes del libro remiten a dos momentos del amor que son los dos momentos/movimientos por excelencia del amor: la ida hacia el amor y la estancia en el amor. Dos momentos que tienen al Cántico espiritual de san Juan de la Cruz por referencia lejana, como ya apunta el epígrafe el comienzo. “Que ya sólo en amar es mi ejercicio” (famoso verso final de la canción 19 de las que hay entre el alma y el esposo, en el Cántico espiritual). La primera parte se titula “Después de la tormenta”. Simboliza la búsqueda del amor, la oscuridad hasta llegar a él, la inseguridad de la noche. Es la espera. Es la ansiedad. Es el deseo. “Y como fuego que no se extingue/ el deseo me arrumba/ a cabalgar hespérides,/ buscando el rastro de la luz”. 

    La segunda parte, “Después del día primero”, es el amor puro, el amor completo -físico y psíquico- en el que el encuentro se ha producido, o se produce en ese instante, de manera que es gozo y placer y comunicación luminosa. Los poemas llevan al lector a un clímax erótico perfectamente envuelto en los versos, en la cadencia de las palabras y sus imágenes y ecos, en la cadencia de las palabras y sus imágenes y ecos, en la cadencia de los poemas que se suceden. Como en éste: “huellas sobre la arena,/ surtidores de espumas/ como besos del alba,/ medusas que hacen trenzas/ con algas transparentes,/ y músicas de vientos/ que rompen en la quilla,/ del que busca incansable/ aquel mirar que mece/ en crescendo adamar”. Donde sale, por cierto, otro guiño más a san Juan de la Cruz, con esa palabra final, adamar, tan hermosa, y de la que el propio san Juan escribe. “Adamar es amar mucho; es más que amar simplemente; es como amar duplicadamente”.

    Estas dos partes son en realidad dos largos poemas parcelados, troceados de instantes inspirados y brillantemente poéticos, que en su lectura, de seguido, producen en el lector una sensación de plenitud, de felicidad y de gozo. De sorpresa también.

    Como todos los poemas de amor buscan superarse a sí mismo mediante una voz más general, La estrella del anís trasciende el objeto concreto y entra en un amor universal, en una búsqueda absoluta: me ha recordado a Poemas para un cuerpo de Cernuda, o muchos de los poemas de amor breves de W.H. Auden, o los versos más encendidos de un Jaime Gil de Bielma, autores todos -curiosamente- que han hecho en su momento una lectura personal de san Juan de la Cruz, como ahora Pisonero, si bien ella no apuesta por una expresión tan narrativa sino que va a lo esencia, a o sublime (en el sentido de Baudelaire: ser sublime sin interrupción).

    Encarnación Pisonero es una poeta con una gran cualidad, envidiable en el “oficio” de poeta -ya apuntada por Pavese- : la depuración. Purifica y limpia. Quita lo sobrante, va a lo sustancial, a veces a lo esquelético (y traigo a colación a otros poetas “sustanciales” como Antonio Gamoneda u Olvido García Valdés). Ha conseguido, en estos cantos-poemas de amor, algo muy importante: depurar la esencia de lo amoroso, prescindir de lo innecesario, en un género- el de la poesía amorosa- en el que se tiende a llenar de palabras y de hechos retóricos. Y no es fácil hacerlo, porque el amor pide y pide más, pide verbo, pide exceso. Controlar la verbosidad a la vez que se dice lo máximo es una propiedad de lo intenso, básica cualidad para que un poema sea poema y no sea otra cosa. Pues finalmente Pisonero supera la peor prueba a la que podría haberse sometido: la de utilizar imágenes o palabras ya conocidas, ya leídas, ya expresas, en lo tocante al amor. Y no, no lo hace en absoluto. Se puede uno meter en estos poemas sabiendo que se va a encontrar una nueva manera de hablar de lo que habla el noventa por ciento de la literatura que en mundo ha sido (como decía Gil de Biedma): pura y simplemente historias de amor.

                    Adolfo García Ortega. 

“PERMISO PARA EMBALSAMAR”
           UNA TAXONOMÍA ESTÉTICA Y POÉTICA DE LA MUERTE 
CON PRÓLOGO DE ÁNGEL GUINDA. Por: José Mª Herranz Contreras. Revista Proverso. Nº14-mayo 2017




    En 2014, Ediciones Olifante de poesía publicó “Permiso para embalsamar” de Encarnación Pisonero, poeta, narradora y crítica especializada en artes plásticas, que ha analizado extensamente la relación existente entre los lenguajes literario y pictórico.

    Estamos ante un libro sorprendente, porque ofrece una doble lectura: en prosa y en verso. La poesía en prosa -otra cosa diferente es la prosa poética- es un “subgenero” dentro de la lírica que, en general, se encuentra bastante menospreciado, sin razón formal ninguna. Grandes maestros han escrito poesía en prosa -pensemos en Isidoro Ducasse y André Breton-, y están reconocidos en el canón literario. Quizá ese ninguneo al que es sometido este estilo se deba a la dificultad para calificar objetivamente la poesía escrita de este modo, pues dicho análisis exige una elevada formación literaria, además de que el propio crítico debe ser preferentemente poeta también, y en este totum revolutum de la llamada pos-modernidad a ver quién se atreve a señalar lo que es válido y lo que no, aunque en esto del arte deberíamos ser capaces de hacerlo. No todo vale, por supuesto.

    Sea como fuere, estamos ante un bello y hondo libro de poesía en prosa y en verso. Cada uno de los poemas arranca con el texto en prosa, y junto a él podemos leer la versión en verso, para apreciar claramente las similitudes y diferencias. De entrada, el planteamiento es original y se agradece, ya lo creo que se agradece porque podemos reflexionar y dejarnos llevar por el lenguaje más racional de la prosa, y el más pausado y “visionario” del verso, lo que nos conduce a resultados y percepciones - no sé si decir “visuales”- diferentes, aunque no tan distintas, y esa es la clave de su validez: los poemas “auténticos”, mejor construidos internamente, funcionan casi igual en verso y en prosa, y los menos logrados funcionan de modo diferente. La explicación para mí es clara. El lenguaje en prosa funcionan de modo racional, lógico y discursivo; el lenguaje en verso -ritmo, cesura y musicalidad- apela a la sensación, lo íntimo y profundo, las zonas profundas de nuestro subconsciente. Dice la autora que inicialmente escribió el libro con los poemas en prosa y que antes de entregarlo a la imprenta se le ocurrió enfrentar los mismos a su correspondiente homónimo en verso. Bendita decisión, es el mejor acierto que encuentro en este poemario. De hecho, hay algo que la autora ha plasmado en el libro ignoro si consciente o inconscientemente, y es que el último poema tiene igual versión gráfica y visual en prosa y en verso, lo que corrobora el punto de llegada final al que está llamada la auténtica poesía, independientemente de la forma en que esté escrita.

    Respecto al fondo del poemario, a su tema, es muy interesante también: la muerte. Pero la muerte tratada no solo ya como algo visualmente artístico, como la última obra de arte de la vida, si no como parte indisoluble de la misma, con un potente distanciamiento emocional, lo cual es también un logro en este libro. No somos conscientes de lo que significa y lo que es la muerte -aunque creo que los poetas sí lo son-, porque convivimos con ella a diario, dentro de nuestros cuerpos y nuestras mentes, dentro de nuestro corazón, aunque generalmente nos repugne por aquello del descomunal culto al ego occidental que acarreamos. Sea como fuere, el texto incide en los aspectos estéticos, más que en los emocionales, lo cual a priori puede parecernos “frío”, pero a medida que se avanza en el poemario nos sorprenden la belleza de sus imágenes y sus metáforas, frecuentemente “visuales” y pictóricas. Ayuda también -supongo que intencionadamente- la división de las diversas partes del libro mediante epítetos administrativos y documentales. Estamos ante una taxonomía estética y poética de la muerte, fuertemente enlazada con una reflexión visual, pictórica.

    No encuentro aspectos importantes que hagan decaer el libro -salvo quizá el riesgo ya mencionado de algún poema que al ser puesto junto a su versión en prosa delata claramente su fragilidad, decantándose por lo racional más que por lo lírico-, por lo que realmente este libro es una delicia para los sentidos y para la reflexión estética, y porque nos hace indagar acerca de la naturaleza de los múltiples lenguajes artísticos : el visual, el literario más racional y el lírico. Y si a ello sumamos la bellísima edición del objeto en sí -qué fetichistas somos los poetas con “el libro”-, el resultado es este. Recomendable para todos los lectores. 
 
          José Mª Herranz   

SOLOMÓS, LOS OJOS DEL ALMA, O LA POESÍA DE ENCARNACIÓN PISONERO
De Redaccion 15 julio, 2018 Crítica- Revista República de las Letras. Asociac. Colegial Escritores.
Un recorrido por el último poemario de Encarnación Pisonero. Un libro en el que, según la autora de la presente reseña, “cede su voz poética, en un grito mudo de denuncia, a esos niños, a los marginados, a los vulnerables”.
© CARMEN DÍAZ MARGARIT
El verdadero fin del mundo es la aniquilación del espíritu.
Karl Kraus



    Como brota la primavera, así nacen sus versos. Pero no es verde el brote, sino azul cielo, donde vuelan infinidad de aves como estorninos o aves necrófagas que deliran con atrapar a los niños, los desvalidos, las víctimas, los limpios de corazón. Los Niños Amargo Caramelo –editado con delicadeza por Ars Poetica– es un libro de denuncia. Sus protagonistas son los infantes, que están casi callados. Porque el silencio es otra columna vertebral del poemario. Como la sugerencia o la imagen que delira en una partitura casi perfecta, la metáfora conmueve por su belleza y su veracidad: Por la ventana/ se adentra una nube/que navega sin remos. Para Encarnación Pisonero, este libro es “un lamento por la indignidad humana, la perversión del lenguaje, la destrucción de la naturaleza y el olvido del espíritu. Y también la esperanza de que aún podamos salvarnos.”

    La autora es la Sibila de la infancia que traslada el dolor al futuro homérico deVirgilio. Universo de héroes y víctimas de la injusticia. El volumen es unitario, donde todos los poemas conforman un único poema y muchos recuerdan al haiku o al árbol japonés. Todas las artes están presentes en esta décima entrega, pero sobre todo la pintura, el poema visual, la música. Sus lectores ya estamos acostumbrados al uso del pincel en su obra, -como ejemplo el espléndido libro El prisma en la mirada-, donde Pisonero elabora una de las pocas y valientes Ékfrasis recreativas de la literatura española.Luis G. Martínez estudió este título en su espléndida tesis, -de la University Philadefia-, que publicó Devenir en 2011. Abundan los poemas visuales y los colores de la paleta pictórica, del azul cobalto alverde utopía. Del color de la sangre al arco iris, donde Herodes es un dragón azul. Todo lo ven los ojos del alma de la pitonisa. El primer indicio de poesía visual está en el título de la portada, que forma la cruz patriarcal de Caravaca, la doble cruz que cabalgan los niños inocentes en sus espaldas. Por eso la escritora cede su voz poética, en un grito mudo de denuncia, a esos niños, a los marginados, a los vulnerables, las víctimas de la injusticia, los esclavos, los acosados.
El escenario de este último libro de la autora vallisoletana son los cuatro elementos de la naturaleza

    Título de contrastes en armonía y vigilia, donde la poesía es profunda, diáfana, casi filosófica, pero sobre todo simbólica, mítica y secreta. Solo nos alumbra con sus preguntas. La vigilia de los antiguos ejercicios infantiles de religión ha mutado en la lucidez pagana de los dioses. Porque Dios es el gran ausente. La traición divina a sus criaturas da paso al paganismo de los aurigas, a lo telúrico. Como artista creadora, la poeta demiúrgica dispone que los infantes vuelvan a vivir entre sus versos su propia historia y en su propio mundo onírico. La visionaria Sibila callada escribe su homenaje a los infantes, sin casi nombrarlos. El escenario de este último libro de la autora vallisoletana son los cuatro elementos de la naturaleza: la tierra de siembra baldía, – el cruel escenario de la devastación y la gran olvidada de los hombres, salvo para esclavizar a los campesinos-. El cielo donde poder soñar con el vuelo de las aves, el mar de las sirenas para huir y el fuego que calcina y mata. La muerte es otro de los temas principales, al que ya estamos acostumbrados sus lectores en otros títulos comoPermiso para embalsamar o A los pies del sicomoro. Pero del fuego surge el Ave Fénix, la esperanza, la metamorfosis de Ovidio o de Kafka: Y el polen entró en sus corazones (…/…) para que cese el llanto de la tierra. Para esta creadora intuitiva y culta, es necesario cambiar la religión de nuestros mayores porque en su nombre se cometen las mayores atrocidades. Los Niños Amargo Caramelo está lleno de referencias religiosas: sus bienaventuranzas, la culpa, el apocalipsis… La simbología cristiana la utiliza para denunciar su hipocresía. La poeta verdadera, con una voz única, nos sorprende con cada uno de sus títulos. Se reinventa cada vez. Sus libros están conectados por vasos comunicantes donde temas como la muerte, el amor, la amistad, el mito, la pintura, el paisaje o la infancia permanecen al fondo de sus versos, como si fueran las aguas de un océano. Pero cada libro es un hallazgo. Tiene tanta imaginación y creatividad que su emoción silente nos desgarra una y otra vez, como Sísifo. Sólo la intensidad lírica la define en su silencio. Porque los niños callan pero ella también calla, aunque en el horizonte nos dibuja el ardid de la esperanza. Desde donde duermen los dioses de Hölderlin, me pregunto cómo es posible que Encarnación Pisonero no esté en la lista de los Premios Nacionales de Poesía.
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CARMEN DÍAZ MARGARIT (París, 1961), ha vivido en Valencia, San Sebastián y Madrid, donde reside actualmente. Se doctoró en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido profesora de Español para Extranjeros, colaboradora del Departamento de Literatura Española de la Facultad de Filología en esta misma universidad y profesora de Enseñanza Secundaria, de Lengua y Literatura Española. Ha publicado entre otros, los siguientes libros de poesía: Gacelas de la selva alucinada (1991), Perfil de sirenas (1994), y Orlando o el desconcierto de las alondras (1999). En prosa poética, destacan Las visiones azules de Isadora (1990), Monólogo de una nube con “Las islas invitadas” (1993) y “Requiem en Re menor” de Mozart (1999). Destacamos así mismo la publicación de su tesis doctoral, sus ensayos, sus numerosos artículos, sus ediciones de otros autores y alguna obra teatral como El loco y su pelícano.
 

Reseña de Los Niños Amargo Caramelo, Encarnación Pisonero, Editorial Ars Poetica, Oviedo. Colección Carpe Diem, 2018.

 

Poemas cuestionadores
Encarnación Pisonero: Los niños amargo caramelo. Oviedo, Ars Poética, 2018.



    La poesía no sabe de rutinas, ni de corrientes, ni siquiera de poetas; la poesía arde como la zarza para sí misma, nunca para el profeta del pueblo elegido, jamás para los acólitos. Se necesita ebriedad para decir el mundo, la razón, los sentimientos…, en límpido verso. La ebriedad humilde y soberbia, mezcla de pudor y lujuria, abandono de sí mismo para rezar sin dios, para caminar sin sendero prefijado, pero con rumbo cierto.

    La palabra no es únicamente un arma, también es un sonido que se arremolina en sonata para hablar del silencio, del enigma y del misterio de la vida. Plantean tajantemente algunos que todo está dicho, como si eso importara; lo esencial es la forma, la sintaxis de la metáfora, el vuelo del símbolo. Ni la biografía profesional del autor, ni sus amores, rupturas o desengaños enriquecen el jardín de las composiciones, porque estas solo remiten a sí mismas, a la síntesis que ofrecen de las miradas de otros, de la conjetura de un mundo paralelo entre espejos, “mágicos espejos” como recoge Pisonero.

    Por donde transita el escritor mientras sus textos se producen, maneja por su raciocinio lógicas enigmáticas, por su desenfreno amoroso o por sus vivencias existenciales circula un caudal secreto de claves vitales. El poeta enfrenta los espejos citados y promueve la composición que él dicta a la página o, tal vez, alguien le susurra a él, las Musas, el recuerdo, la experiencia, el ansia de cantar o cantarse. Durante el éxtasis de la amanecida, poseída por su propio demiurgo, la voz se embriaga y danza la mano para registrarla, es una manera de resucitar a los niños amargo caramelo y eternizarlos en su ser lírico sin tachaduras ni verborrea; luciérnagas utópicas pero cómplices en transgresiones, como exige el género hasta que el hechizo se quiebre y consagre en el crepúsculo anfibios voladores. ¿Qué somos? ¿Quién habla por nosotros? Tal vez, todos somos Herodes o todos tengamos ansias de tragar dragones azules para alumbrar bellas palabras. Niños y poetas salvajes de espíritu y de expresión.

    Cómo abordar el poema “Cualquier sorpresa puede abortar el camino transitado” y romper el encantamiento del verbo. Lo mejor es trasplantar el susurro de los astros y las sonrisas de los ángeles, pues conjugar los versos es “una locura que la mayoría ignora”, lo que no impide que estén “dispuestos a entregar la vida”. Así, Encarnación Pisonero desvela su decir como quien siembra luces, como quien acepta que su escribir es otra forma enigmática de caligrafiar pentagramas.

    No obstante, a veces, los textos poéticos precipitan las tormentas, hacen de lecho de fieras, de bebida agria para que el descreído reciba la oferta de regresar a la letanía sagrada del verso: 
“Hay rumor de olas
 y no estamos en el mar.
 Hay ventisca
 y no estamos en las nieves.
 Algo arde
 y no se ven incendios.”

    Entre críticas a un mundo injusto, poblado por hombres deshumanizados, reminiscencias oraculadoras y platónicas, denuncias que cruzan la historia, aparece en el horizonte la victoria de la luz, la era sagrada en la que todo lo que se haya denunciado será superado. De ahí la expresión sentenciosa, pero descriptiva, que se enmarca en un paisaje necesario, pero mínimo. La autora no reflexiona, no sugiere, no espera respuesta, clama y reclama desde la atalaya de un ser que cumple con el deber de manifestar lo que siente, empleando la resonancia mágica de su poesía.

    Desde el cuestionamiento social sin yoes, apenas con algún nosotros semioculto, añorando una niñez utópica que lo cambiaría todo, la poeta desnuda con belleza un mundo en peligro, precario y alucinatorio.

Mª Victoria Reyzábal

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